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Camino a casa

Alguna vez, hace ya algunos ayeres, quise entender qué pasaba con mi vida, con el mundo. Soñaba con pisar cada rincón de esta esfera galáctica que no hace más que andar dando vueltas y vueltas igual que mis ideas tan llenas de desierto formando torbellinos que apenas si levantan una que otra lagartija.

Un día decidí salirme para nunca más volver. Esa ciudad me asfixiaba todo; su humo, su caos, su arritmia, su ruido ensordecedor. Necesitaba nuevos paisajes, nuevos sonidos, nuevos olores.

Y ahí estaba yo. De pronto me había convertido en un tipo con vocación de dado, en un viajero sin brújula, piloteando una furgoneta que más bien parecía una cápsula gigante llena de sueños.

Mis brazos descansando en el volante, el viento colándose por la ventanilla y rozando apenas mi mejilla izquierda, susurrándome al oído todos los secretos del horizonte que permanecía inmóvil ante mis ojos. De vez en cuando sacaba mi mano para jugar con el aire, para sentir la paciencia del vacío.

Tan solitario el viaje, con el silencio como único acompañante, que era posible escuchar el crujir de las piedritas que rebotaban en las ranuras de los neumáticos. Y el sol tan radiante adornando aquel cielo azul daba la impresión de que nunca oscurecería.

Entonces supe que por fin había encontrando el camino a casa.

 

Lleguemos a un acuerdo, tú me lees, yo te escribo.

«Había noches en que todo el mundo estaba como esperando algo y yo me sentía como un nómada fracasado, de esos que van a todas partes sin llegar a ningún lado.»

Escribo «adios» sin acento para que no suene a despedida.

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