—De alas, globos y relojes.
¿Te acuerdas, mamá, de cuando me llevabas de la mano al parque y te pedía que me compraras un globo rojo, y tú accedías siempre con una sonrisa?
Pero más bien estabas preocupada porque, apenas llegábamos a casa, yo cogía un alfiler, un lápiz o unas tijeras y destrozaba aquel globo en miles de pedazos con una ansiedad esquizofrénica.
Entonces mi cuarto parecía una fiesta salpicada de rojo y de saliva, y el gas helio se perdía tímidamente entre mis carcajadas.
Y tú llorabas desconsolada en la cocina, mientras picabas cebolla, recordando aquellos días en que papá te hizo tan feliz.
Tú eras muy feliz antes de que yo naciera. En tu vientre yo ya era crisálida ansiosa de metamorfosis, y una arritmia de relojes sincronizados a destiempo esperaba indiferente mi llegada.
Para entonces, papá te había regalado un cucú de pared; cada hora salían canarios y colibríes que revoloteaban por todos lados, pero de la crisálida nadie sabía nada.
Y la noche en que nací, ¿te acuerdas mamá?, esa noche un cuervo salió volando con los ojos vendados y se perdió para siempre en la oscuridad.
Recuerdo que, de niño, las únicas veces que te vi sonriendo fue en el parque, pero apenas llegábamos a casa y…
Y mírate ahora… tu rostro, ¡tu rostro, mamá!, se ha convertido en la carátula de uno de esos relojes que no tienen números ni manecillas y tu mente es ya un cementerio de recuerdos donde todos sus huéspedes celebran el carnaval a principios del invierno.