Para ese momento, el fuelle del pecho se despegaba en un delirio. Probablemente —no podría saberlo— tendría dos costillas rotas, quizá la nariz, quizá ya habría perdido algún diente y el derrame en el ojo ya se escurriera de la esclerótica. O quizá no. Cómo saberlo.
Lo indudable, en cualquier caso, eran los ojos ardientes y el aire caldeado que se escapaba por los ojales y el cuello de la camisa, los pies adoloridos bajo el eco del martillo. En ese estío infame, esa mañana se había bañado con urgencia, la ventana abierta y el agua fría. Tenía la piel viscosa de tanto conciliar un mal sueño. Se acomodó bajo la regadera y trató de olvidar el reportaje por un instante: frente a su hombro y contra los primeros rayos del día, las gotas más finas reventaban en chispas luminosas. «Estallan», y sonrió con desilusión.
Lo irrevocable, en cambio, fue el golpe en la puerta y el estrépito de un escuadrón completo de ley. Lo irrevocable, ahora, bajo las láminas calcinadas, era el sonido de botas chapaleando en dirección a ella.