Atlas abandonado sostiene la calma en su espalda a nuestra espalda. Mejor es que no la deje caer, que se mantenga firme, que su mirada no se distraiga, que de sus cabellos se derramen siempre las nubes y no nos olvide.
A lomo de caballo –a lomo de nube– continúa el viaje, y en este galope incansable nos rozamos unas a otras, nos ensortijamos –por accidente y gana, por despecho y tristeza–, nos enraizamos en ideas secas, aunque después escurramos al desierto.
Nos miramos unas a otras: el viaje no cesa. El cansancio arrebata, desfallecemos de hambre. Unas nos desvanecemos; otras aprovechamos. Nos devoramos las unas a las otras: somos la serpiente que engulle a la serpiente y que vive en la serpiente. El hambre se duplica, nuestras gargantas albergan fauces nuevas.
Nos devoramos sin tregua hasta que el muchacho detiene su marcha. Padece nuestra sed, lamenta su vigilia. Desmonta, hinca una rodilla en la playa. Y reposa. A su costado la bolsa se revuelve: nos llama un corazón de tierra, desgarramos los hilos del fondo, nos abrimos paso entre los corales mortuorios y las coronas de piedra.
¡Libres! Labios en labios, esbozamos una sonrisa perpetua. Las emancipadas podremos mirar a la madre a los ojos, pero nunca seremos pétreas.