En mi casa le decían “tortura china” cuando algo o alguien estaba jode y jode, de a poquitos pero constante. O “cuchillito de palo” también, que no corta pero bien que chinga. Seguro lo de la tortura china era porque se sabía que los chinos habían desarrollado una técnica, la de dejar gotear agua en la cabeza de alguien, efectiva tanto como desesperante para sacarle la verdad –o la locura–. Claro que mi familia nunca sufrió cosa semejante, sólo se sabía que eso hacían en China.
El punto es la cosa desesperante, taladrarle a uno la paciencia, a propósito aunque no se quiera. Darle y darle y darle. Y uno ahí, hecho bolita, para guarecerse de la joda. Y uno empieza a generar calorcito, primero porque eso hace el cuerpo por la sangre y esas cosas, pero luego porque no hay de otra más que acalorarse con uno mismo y decirse calma calma que ahorita se pasa. Y ya que uno se resigna porque se consuela, viene de nuevo la olita de chinga a picarlo a uno, como zumbido de mosco en la oreja en la madrugada cuando se llega a la mejor parte del sueño.
A veces sueño que ese taladrar, esa insistencia de joderlo a uno es un trabajo de escultor. De esas historias en las que la piedra le llama al artista y le va diciendo quítale aquí y acá no. Y la piedra le canta lo que va a ser y el escultor escucha, casi le obedece. Pero no, yo no soy una piedra y ella no es un escultor.