A Raymunda le habían dicho que las mujeres no podían ser otra cosa más que eso, mujeres, y que su deber era quedarse en casa. Ella estaba ansiosa por salir, pues el encierro le oprimía el aura. Seguido se iba al campo a llorar su tristeza y en secreto decía que podía ver a la luna respirar.
Una noche de tantas, caminó hasta toparse con los arbustos y, no muy lejos, alcanzó a ver dos pequeñas manchas rojas que parpadeaban en la oscuridad: eran moras o algo así. Sin pensarlo las alcanzó y se las comió, pero no tardó mucho en vomitarlas.
Con dolor de estómago, intentó regresar a su casa pero las manos le pesaban y los zapatos le apretaban. Al poco tiempo se quedó tirada en la hierba. Un calor infernal comenzó a recorrerle el cuerpo, los dedos le ardían como si entre la carne y las uñas se clavaran agujas. Su pecho se expandía como si el corazón quisiera salir expulsado. La respiración era fuerte y agitada, la cara le dolía como si se le estuvieran rompiendo los huesos. Sintió la boca fuera de lugar y que unos extraños colmillos le habían salido. Raymunda ya no era más una mujer.
Gateando y olfateando, llegó hasta la habitación de sus padres donde finalmente perdió la razón y todas las facultades del alma. Los cuerpos fueron encontrados al día siguiente, destazados. De Raymunda encontraron un vestido rosa de encaje rasgado, un zapato y su cuarto cubierto de pelo.
A Raymunda le habían dicho que las mujeres no podían convertirse en hombres lobo, pero también le habían dicho que las mujeres no salen de su casa más que casadas. Estaba comprobado, ambas cosas no eran cierto.