A Josefina le gustan los cuentos. A veces parece que de verdad los imagina, otras creo que sólo hace como que los escucha para que me quede en casa.
Josefina se parece a mí. Le gustan las cosas sencillas como una taza de leche fría, las galletas con sabor a pasto; come la mitad del día y la otra la ocupa para dormir acurrucada en su cobija favorita.
Josefina tiene tanto pelo que, aunque es muy pequeña, podría pasar por una almohada que resulta inconvenientemente cómoda para acurrucarse.
Y cuando no quiere hablar con nadie se mete en una caja para que nada, ni siquiera la luz de la lámpara, interrumpa su relajante ronroneo el cual —dicen los amantes de los gatos— aleja a los espíritus, quita la gastritis y libera la tensión.
Tal vez esa sea la razón por la que me cae bien Josefina, porque cuando nos sentamos a leer un libro de portada oscura se nos olvida el tiempo, la lluvia (que por cierto no nos gusta), el ruido de la vecina y sus trastes sucios, y hasta el fantasma de la señora que murió en el piso de abajo.
Josefina no canta, no llora, y mucho menos ríe (casi siempre está de mal humor), pero si prendo un cigarro para acompañar nuestra lectura hace un gesto de complicidad, que me recuerda por qué llevamos más de 9 vidas leyendo juntas.