—Lo siento, lo siento mucho… —le digo, mientras me desata, aunque ya casi no alcanzo a decirlo con claridad.
Mi cuerpo se va paralizando poco a poco. Soy consciente de todo lo que pasa a mi alrededor, siento mi cuerpo y veo todo. Me carga, jamás habría pensado que tenía tanta fuerza como para poder con mi peso.
—No te voy a matar, ni siquiera te voy a golpear, nada más te voy a dar una probadita del infierno que te has ganado.
Me puso en una camilla y me llevó a una cámara. Era muy extraña: en las paredes, el techo y el suelo había largos conos que parecían apuntar hacia mí. Pensé que iba a torturarme, a cortar mis dedos o algo por el estilo, pero me dejó ahí. Silencio. No se escuchaba ni el aire, sólo mi respirar. Luego el sonido de mi estómago, el de mis latidos y hasta el de la sangre corriendo por las venas. Comencé a desesperarme, cada vez estaba más confundido y desorientado.
Han pasado quince minutos y no puedo soportarlo, la cabeza me va a estallar. Prefiero el ruido del metal contra el metal o de las uñas contra un pizarrón, prefiero el dolor, la muerte, los golpes y los gritos que esta sensación de ser y no ser.
—Es una cámara anecoica —fue lo último que me dijo—, lo más que ha durado alguien aquí son cuarenta y cinco minutos. Por voluntad propia. La droga que te di durará doce horas.
Y la verdad es que no sé si he muerto y estoy en el peor de los infiernos. Faltan once horas y quince minutos. Faltan doce horas.