La vagabunda desvariaba, suspiraba y se abrazaba a sí misma. Se sentó en unos escalones.
Édgar se apretó el pecho y sintió el fuego habitual, la furia de un demonio que habitaba su cuerpo. Había sido expulsado por un exorcista alguna vez, hace años, pero regresó con otros de su especie. Sus papás perdieron la fe y lo hicieron peregrinar por consultorios y hospitales, en donde lo tachaban de loco. Un día en una sala de espera tocó a un niño que dormía y este dio una especie de salto, como quien sueña caer de pronto. Édgar comenzó a buscar personas somnolientas en las cuales depositar sus demonios, aunque sólo lograba que se fuera uno a la vez y no siempre funcionaba. Tampoco consiguió que saliera el último de ellos, el más poderoso, que también había sido el primero. Parecía enojarse, crear tormentas de ardor en el pecho.
Pensar en la pordiosera como una víctima le causó una curiosidad inexplicable. Tenía que seguirla y esperar a que durmiera y lo hizo ahí mismo, para su sorpresa. Su aroma era insoportable, tocó sus manos con repugnancia y sintió una frescura reconfortante. Pronto una capa de hielo invisible cubrió todo su cuerpo. En su pecho las ráfagas trataban de escapar pero no lograban romper esa nueva capa, no dejaban de encenderse.
La señora se levantó y dijo que qué hacía ahí, que era vieja y estaba perdida. Para Édgar sólo fue una silueta borrosa que murmuraba sin sentido.