El dedo atado con un cordón, para no olvidar. Un cordón que le robé a tu zapato izquierdo la última vez que te vi. Ni siquiera pensé si la falta del cordón afectaría tus pasos, si te caerías. Sólo pensaba que te vería de nuevo, aun si te caías.
Los primeros meses pasaron, los otros dedos se encelaban de no tener ellos nada qué recordar. Y mi dedo índice se paseaba orgulloso y pedante frente a todos. La memoria hacía de corona de ese rey que todo lo señala, de un reino prometido por tu regreso tras aquella caída. Los otros meses pasaron, unos frenéticos, otros distantes. Cada dedo regresó a lo suyo: uno a cortarse con las hojas del diario, otro a rascarme un ojo o hurgarme la nariz. La normalidad de la mano parecía restablecerse mientras que tú no volvías. Para todos ya daba igual si vendrías. Pero el índice seguía coronado por tu recuerdo.
Monarca solitario —como termina cualquier dictador— se volvió un tirano. Ya ni siquiera señalaba algo en específico, se mantenía altanero y derecho como si lo señalara todo y por debajo le corría el reclamo de tu ausencia. Siempre señala hacia el cielo, donde cree que está todo. Yo me abro una puerta en el pecho porque miro su frío y la crueldad de tu partida. Pero él no oye, sólo se mantiene erguido, con la memoria por delante.