Mi historia fue al revés: nada de pobreza, andar en la calle lavando carros, o salir de una vecindad llena de escuincles llenos de mocos y viejas madreadas. Nací en una colonia cerca del aeropuerto, viví bien y nunca nos faltó nada. Mi jefe tenía una distribuidora de pañales desechables en la central de abastos y además de ir a la escuela, me crié ahí entre todos los comerciantes; éramos un chingo de niños y los cates eran el pan de cada día. De ahí fue que me gustó el trompo, nunca falta el que quiere ser el más picudo y surgen las broncas.
Después, estudié Administración en el Tec, y la verdad es que siempre tuve pedos con todos los pinches güeyes mamones de ahí. El tema siempre era la lana y cómo chingarte a los pobres. Un día sí me calenté y le partí su madre a un compañero que le aventó su credencial al ruco de la entrada y resulta que su tío era el Espíritu que cuando vio la madriza que le puse a su sobrino, me invitó a entrenar con Don José. Todavía me tocó el gimnasio de Tacubaya.
Siempre le pedí disculpas al Espíritu por madrearme a Chuy, su sobrino, pero una vez me dijo: “Mira cabrón, si tú no le hubieras puesto una chinga, se la ponía yo, por eso me caíste bien”.
Y así fue que entré en este show. Después de que el Espíritu se retiró me heredó la máscara y yo la uso con mucho orgullo. Ya son veinte años de luchar y de la administración ni me acuerdo. Agarré el local de mi jefe; vendemos lo mismo y por suerte la gente no ha dejado de cagar.