A Sylvia Plath
Le escribiste a la muerte en el mes equivocado. A lo mejor cerraste los ojos para distraerte con la velocidad de las nubes. Era invierno, no verano, aunque la naturaleza, incluso en casa, tenía cierta violencia. Quizás, cuando el gas comenzó a salir del horno, pensaste que el sol estaba en pleno cenit porque todo arde bajo su mandato: los ojos, la piel, las heridas y las amapolas –o pequeñas llamas infernales, como las nombraste–.
Las flores no se desangran. El fuego de sus pétalos es inocuo. Tus dedos podrían haber tocado sus faldas ensangrentadas sin quemarse aunque no te habrían aliviado, no como tú esperabas.
Y tu vida, como un cristal.
El gas te arrojó una luz que no era del sol sobre un campo de flores.
Los niños sollozaban en su cuarto.
Era febrero, no julio.
Las amapolas no florecen durante el invierno.