La madre entra con sigilo en la habitación penumbrosa para encontrarse con la niña, quien le dice con voz firme a su osito de juguete:
«…Peleo con vos como la uña lucha con la carne, batallando microscópicamente e introduciéndose sin misericordia entre la rosada infección, hablo con vos como los borrachos, con la memoria hecha un lastre y la desconfianza plena de que el otro me va a robar el trago apenas lo deje de mirar, bailo con vos como bailan las moscas ante un festín inmundo, con el meneo sincopado del pasto crecido y con bofetaditas esporádicas de vibración pura, sudo con vos como sudan los árboles su leche espesa, sudo con vos con la frustración de los domingos y la desesperanza de los lunes, hablo con vos tartamudeando preguntas, buscando que me plazca oírte, evitando el asco con mis palabras, sueño con vos y sos mi enemigo más puro, el que me lleva de la mano a la oscuridad…».
La madre entra en estampida gelatinosa, le arrebata el oso de las manos, lo rasga furiosa y arroja sus pedazos por la ventana gritándole a dios que salve a su niña, a su flaca niñita tierna que la mira extrañada aún sentada en el suelo tranquila y sosegada, aún sentada en el suelo hablando con su sombra.