—Enciende el fuego de una vez, ya debemos irnos —le dijo.
El niño, nervioso, arrojó una rama prendida sobre el montón de paja y troncos secos que había acomodado con su padre poco antes. En un segundo el incendio se propagó alrededor del montículo de cadáveres, liberando un olor a carne y pelaje quemados que llenó el lugar por completo. El niño observó los restos por última vez y, mientras sonaba el aullido aislado del lobo que logró escapar, sintió un escalofrío. Aún tenía miedo.
—Son animales solitarios. De no haberlos matado ahora, hubiéramos pasado meses buscándolos, tratando de acabar con ellos. Fue algo bueno encontrarlos juntos, nos ahorró mucho trabajo —le dijo su padre—. Ven, camina cerca de mí. Estamos lejos de casa —concluyó antes de darle la espalda a la hoguera.
El crujido de las llamas disimulaba los pasos de los tres.