Desperté de un jalón y con el corazón acelerado. Abrí los ojos y volví a recostarme, escuché el silencio, respiré profundamente y cerré los ojos de nuevo. Me tapé hasta la cabeza, el frío exterior de la madrugada me invitaba a sumergirme en lo más profundo de mis cobijas.
Fue entonces que llegó don insomnio y con él todos los miedos de invierno, esos que no me sorprendería encontrar en la tipología de fobia o en la medicina alternativa o en aquellas sintomatologías que aumentan en la recta final del año: desde aquel miedo que nos da tocar el piso sin calcetines luego de una noche helada o dormir solo cuando realmente te gustaría hacerlo acompañado de calor corporal, de alguien más…
O qué tal el miedo de llegar a las fiestas decembrinas sin tener a quién abrazar, el horror de subir de peso por los banquetes, que la tía chismosa te pregunte por tu pareja –esa que todos saben que no existe–; tener que sonreír en el brindis de la oficina y evadir los discursos sin sentido; el miedo de decepcionarte por no haber leído los libros que prometiste al inicio de año, o el de los fantasmas de los romances postergados; el temor de dar regalos que terminen en el rincón más olvidado de la casa, de que no te sobre dinero del aguinaldo, de, de… de volver a tener insomnio y pensar nuevamente en esto.