A los 70 un infarto llega en una boca, en una vagina, en una sábana sudada, en una tarde de miércoles, en un estómago joven.
Vivía la suavidad de Violeta en cámara lenta, sabía que esa sensación sublime se componía de microscópicos sucesos que hacían que el tiempo se detuviera un poco, que la distancia entre los minutos se expandiera como un queso, sin orgullo físico cuántico aparente, sin que el universo tuviera que rendir cuentas ante semejante violación, porque era una violación en nombre del placer.
Cuando pasaba su mano de marfil tembloroso a través de la espalda blanca e infinita de la joven, sentía los vellos doblándose en sus dedos como palmeras de playa ante un huracán; fuerza increíble y agotadora que doblaba las viejas y saladas maderas hasta sus límites más siniestros y finalmente las liberaba, las devolvía a su posición original con el ímpetu y la alegría de antiguos resortes de la naturaleza, hechos para durar, hechos para sudar.
Cada vez que el dedo amarillento entraba en su boca y acariciaba su cachete desde adentro, el tiempo se enredaba baboso en una piscina de saliva densa donde nadar o sujetarse era imposible, y se volvía angustiante que todo fuera blando y apacible y tibio y líquido y venía el vértigo, el vértigo de circo, de malabarista ebrio atravesando la cuerda floja en monociclo, y ahí se detenía.
¿Por qué se detenía?
Porque a los 70 engañaba con Violeta Fernández al poco tiempo que le quedaba de vida. Su suavidad le daba el poder de sosegar a los minutos, convirtiendo el placer en la razón de la relatividad.