Tuve la pesadilla de nuevo. Esa en la que mis huesos son mi única pertenencia, en la que todo mi cuerpo es puro hueso. Cada que me pasa despierto empapada en sudor, con frío, temblando y con una necesidad urgente de saber que mis músculos siguen ahí, que sigo siendo de carne.
Lloro cada vez que ese sueño me ataca y cuando logro aclarar la vista camino lento hacia la báscula que está en el baño. Despacio para no quemar una sola caloría extra, y me peso. Cada vez que tengo esa pesadilla bajo 500 gramos. No es mucho, 500 gramos. Pero es la mitad de un kilo y de mitad en mitad voy desapareciendo. Devoro la comida, busco calorías vacías que me devuelvan aunque sea unos gramos, y anhelo poder pellizcarme una lonja en la cintura. Pero no recupero el peso al mismo ritmo que lo pierdo, y la pesadilla aparece una vez por semana al menos.
Hace tiempo que me hice amiga del carnicero para que me diera buenas piezas de carne y hacerlas jugo. No quiero estar desnutrida y el jugo de carne me gusta mucho. El carnicero es buen tipo y disfruta su trabajo, por eso le confío mis niveles de hierro en sangre.
Durante la última semana he ido a verlo más seguido. Le pedí un favor: dame la grasa de los cerdos que cortas, dámela fría y dura.
En casa vacío la grasa en un frasco de vidrio color ámbar, como esos en los que mi abuela guardaba las hierbas de olor. Por la noche abro el frasco, meto las manos hasta el fondo del envase y saco una cantidad buena de grasa. La unto en mi cabeza, mi cabello pesa de tanto cebo, mi cara se suaviza de ese elemento animal y así cubro mi cuerpo. Grasa en mis piernas, como si fuera celulitis natural. Combato la pesadilla siendo un ser de grasa, disfrazándome de cerdo, protegiéndome con grasa. Hace una semana que no sueño. La báscula marca 400 gramos de más.