La abuela nunca fatigaba su mirada ni se sumergía en esfuerzos innecesarios, es más, creo que jamás la vi de pie; siempre estaba en su sillón al lado de la ventana, siempre con su sonrisa maléfica de culebra seca. Era una sombra, un espectáculo de fatiga y de penas desmedradas, mirando siempre con el desdén que traen años de maldad trajinados por el ocaso de una vida sin sentido, con recuerdos arduos de sangre y dolor, más lágrimas que dichas, más enojos que días de sol, más estreñimientos que tiernas digestiones y la constante decisión de ser infeliz, de ser marchita, de ser mustia en la angustia, hierática, cascarrabias, buscapleitos, y los nietos siempre recibíamos mordiscos, rasguños, golpes, coscorrones, insultos dolorosos y agravios escondidos que te seguían ofendiendo durante horas, durante días. Ni hablar de lo que recibieron los hijos.
Un día de sopor etílico le solté al oído cuando nadie nos miraba: «Tu agria tristeza está llena de secretos que hacen surcos en tus días, en tus ojos, en tus hijos, en tu herencia».
Entonces vi a los dos niños corriendo por su rostro, los niños que no atajó, vi dos viejos amores atravesando su mejilla sin ley, como machos resabiados y rabiosos profanando piel, marchitando lozanías, dos machos llorando resentidos; vi a cuatro amigas desgarrando con una hoz de envidia sus sienes indefensas, amigas del alma traicionando risueñas, vi a una prima abriéndose camino a machetazos de estafa desde el ceño hasta el pelo, la había adoptado y criado, vi a Jacobo el usurero arando su deuda desdichada que finalmente no había servido para nada, convirtiéndola en una cicatriz que parecía más una lágrima de erosión, más un cráter en la tierra árida que un remendón de carne.
«Igual yo no te he hecho ni mierda, abuela».