Las bajas obsesiones bullen en bajo. Hierven con la paciencia del universo a través de eones para luego estallar en cataclismos, sismos, explosiones, armagedones y demás pataletas. Es decir, le ponen lo divertido a la vida. Cuenta la leyenda que Sonia Cordero se consumía como un cigarrillo en una moto cada vez que su novio Máximo miraba alguna otra mujer del planeta. Cuando recorrían a pie las calles polvorientas alumbradas por el amarillo de un sol envejecido, Sonia Cordero trituraba los huesos de la mano de Máximo —como triturando un pollito— apenas revoloteaban por sus alrededores las hembras notorias y preñables de la especie humana. Siempre recurría primero a la autofagia y se comía las uñas luego los cueritos alrededor hasta terminar con los dedos sangrosos llenos de heridas palpitantes como la ira de un dios joven, como el enojo de un demonio humillado, como el uranio radioactivo en el que se transformaba su sangre apenas sentía sus perfumes, su taconeo, la grasa de sus pelos, las vibraciones magnéticas del balanceo de sus tetas; Sonia Cordero abrazaba a Máximo y le enterraba las uñas en las costillas. Diario, mensual y anual y anal, porque Máximo iba reduciéndose al mínimo y en vez de salirse con valentía y caballerosidad de una relación que lo cansó, decidió buscarse una dama más joven y quizás muda para enamorarse de ella y vivir tranquilo el resto de sus días. El cuento se transforma en leyenda un martes agónico en el que todos los planetas estaban alineados con la mala suerte de un pobre infeliz y con el ciclo menstrual de Sonia Cordero, quien dándose cuenta de que Máximo folló con María Macías no una sino cinco veces a sus espaldas, estalló en un episodio que la prensa calificó pobremente como «El Hiroshima de Latinoamérica», pero los habitantes que sobrevivieron siempre se refieren a él como «El ataque de la Monstruación». Aún la Cruz Roja Internacional pide dinero en los semáforos para ayudar a las víctimas que duermen en carpas entre los escombros de la ciudad destruida y jamás son infieles.
