Compró un helado,
salió de la tienda,
se subió a su bici
y se echó a andar.
Eran las 12 de la noche.
Dio vueltas por el barrio entre las calles que conocía.
Cuando se aburrió, regresó por las mismas pero en sentido contrario.
Apagó el cigarro cuando llegó a su casa.
Entró echando a andar las olas del mar que todavía no despertaban.
Uno, dos, tres, respiraba.
Mentando madres adornó el cuarto de papeles vencidos,
(esos que su destino es estar en el piso).
Entre esos papeles estaba el divorcio.
Lloró un poco.
Lloró por los silencios y los platos rotos compartidos,
por los agobios de martes y los huevos revueltos.
Por la agonía de los mensajes no respondidos
y la involuntaria forma de mirarse a veces.
Lloró por el ruido, por el portazo de lata de cada mañana,
por los precipicios.
Lloró por todo.
Porque nada de esto debería haberle incendiado la casa,
hecho las preguntas, destapado las sábanas, despojado el invierno
(ese donde hace frío por dentro).
Lloró y gritó su nombre,
hasta desarmarlo contra la pared,
hasta borrar el sonido de cada una de sus letras,
hasta deshojarlo por completo.
Ahora está sentada mirando para afuera.
Busca en la selva de su cuarto un árbol más o menos grande,
para agarrar su tristeza y enterrarla,
hundirla para siempre,
para sembrar otro árbol,
que los árboles son eso:
un montón de tristezas con hojas en el borde.
Y mientras estaba en el bosque,
buscando el árbol para enterrar su nombre,
entró esa llamada.