Julio viajó en el tiempo. Encontró la manera de regresar a la época de su pubertad y conservar el conocimiento y experiencias que ya tenía, pero en su cuerpo pubertoso. Ahora sí podría impresionar a las chicas, parar al maestrito mamón, ser el líder de la bandita, tener mejores relaciones con su familia cercana y no tanto. Todo sería mejor, porque ya no era el mismo chico tímido que lo arruinó todo. Llegó al momento de iniciar su primer día de clases. Todo estaba perfecto. Excepto que el apodo de Calamar lo tenía desde la primaria y lo había seguido hasta entonces pues era feo, prieto, de ojos gigantes y había tenido labio leporino. Las chicas le seguían haciendo el feo a pesar de ser muy seguro de sí mismo y saber cosas que a nadie le interesaban. Los chicos seguían siendo más fuertes que él, sobre todo en grupo, y los maestros lo tachaban de sabiondo y le ponían todas las trabas del mundo. Como quiera, aún estaba a tiempo de salvar el día fatal. Sólo evitaría comer tacos la noche anterior al «suceso», esa calamidad llamada diarrea. Sus papás insistieron mucho en que fuera con ellos al restaurante, pero por más que intentaron convencerlo no lograron hacerlo. Cenó algo ligero y se fue a dormir con la mayor tranquilidad de su vida. No contaba con que el detonador no había sido ese, sino el tamal veracruzano de la tía Justina que llevó de lonche aquel funesto día, el «Día de las medusas».
