Era invierno y las resequedades hacían de su nariz un campo minado relleno de mucosidades que se adherían como costras a las paredes nasales de aquella niñita de los ojos grises.
Cada que intentaba arrancar una de esas pedregosas figurillas, un chorro de sangre brotaba y salpicaba toda su camisa.
Aquello era una festín tapizado de rojo, daba la impresión de que estabas enfrente de un tableau de Jackson Pollock o un San Fermín en Pamplona; daba igual, todo carecía de sentido, lo importante era arrancar la costra.
Lo más curioso era observarla después en la cena: vertía la sangre sobre la leche blanca y al empezar a mezclarse daba unas tonalidades rosas, casi violetas, y sujetaba el vaso con sus dos manitas, lo bebía de un solo trago, no dejaba nada, ni una huella de su rosada sed. Ella sonreía, estaba contenta.
Luego optaba por comer un pan azucarado y se evidenciaba entonces su felicidad. Ella era otra, como la luna que brillaba arriba, tierna y serena.