Estaba harta, cansada y muy triste. No quería que la vieran con miedo ni que le huyeran, quería tener amigos para platicar, pues la soledad le pesaba desde hacía miles de años. Además siempre tenía frío literalmente hasta los huesos. Decidió cambiar. Se metió de puntillas en el ático de aquella casa y, buscando entre los baúles, se encontró un gorrito azul y unos guantes rosa chillón. Ni tarde ni perezosa se los puso y se miró en un enorme espejo cuarteado. Su sonrisa se dibujó satisfecha y, así, bien ataviada y alegre, bajó hasta la cocina.
La madre preparaba el desayuno. Sin más, se le plantó enfrente y la mujer calló fulminada por el susto. La muerte se quedó perpleja, quiso ayudar a la señora, reanimarla, pero se percató que su corazón había dejado de latir. Infinitamente abatida, se quitó el gorrito y los guantes y los dejó caer al lado del cadáver. Se fue resignada, cargando a cuestas su milenaria soledad y su esqueleto desnudo y apesadumbrado.