Marina observa con atención, y por varias horas al día, el afiche que pegó en la pared de la sala. Se lo compró en un bazar en la Roma a una ilustradora que llamaban Sthereo. La joven en la imagen le recuerda a ella misma la primera vez que se pintó el pelo, también de violeta, antes de tanto problema en su casa, antes de tanta mierda con sus papás y con el resto del mundo.
Marina vive en un departamento de 30 metros cuadrados y no ha pagado la renta en 7 meses. Tiene una tos de perro que la hace escupir sangre bastante seguido. Tiene marcas de agujas en los tobillos, bolsas negras que parecen tatuadas en los ojos, diarrea, vómitos, depresión, histerias repentinas, siete meses de embarazo y el afiche en la pared.
La joven en la imagen le recuerda a ella misma la primera vez que se pintó el pelo, y pareciera que además del pelo también heredó su nariz. El lunarcito en la mejilla es igualito al del malparido de su papá y las tetas son como las de su abuela cuando estaba joven. «La sonrisa es mía» opina Mariana sin sentirse del todo segura.
Mariana siente tanta tristeza como tranquilidad cuando asimila que no está junto a ella en la imagen, que su sonrisa se debe precisamente al factor impermutable de su propia ausencia. Por eso a veces le pone nombre, a veces se lo quita.
