La primera vez que a Martina le leyeron las cartas no fue sino una decepción. Ella esperaba que después de haber pagado tanto dinero le dijeran que en tres meses sería millonaria, que conocería al amor de su vida y que se iría a vivir a un castillo en Francia. Obviamente nada de esto sucedió.
La misteriosa Florencia le dijo que, no hace mucho, alguien le había hecho «un trabajito». Su interior estaba dañado, infectado, y por eso le dolía todo el cuerpo.
Aunque Martina sabía muy bien que la mayoría de las brujas siempre salen con el mismo cuento, acudió a todo tipo de limpias: con hierbas, con piedras energéticas, limpias de lavanda, con huevo, romero, velas, cenizas y todo lo que se pudiera embarrar. No se sentía mejor… ni peor. Los chamanes le decía que era suficiente, que se iba a secar de tanta limpia, pero no les hizo caso. Se sentía protegida.
Un día, mientras el señor Manuel pasaba las hierbas y el incienso alrededor de Martina, éstas comenzaron a crujir como si estuvieran prendidas con fuego y un olor fétido salió de su cabeza. Don Manuel comenzó a golpear el ramo con desesperación contra su cuerpo, le hizo llagas en la piel, pero no paró hasta que creyó haber extraído todo lo malo.
¡Y de pronto sucedió! Martina se desmayó y al despertar estaba tendida en el piso, pálida, agotada e inerte. Cuando por fin pudo reaccionar, solo cuatro palabras salieron de su boca: «Mi espíritu se fue».
Manuel tomó su rosario, lo aventó junto a Martina y, como si hubiera visto al diablo, salió del cuarto cerrando con llave y sin mirar atrás.