Una niña contempla el atardecer al lado de su perro Japón. Lo ha nombrado así por el aspecto de sus ojos.
Se les ve de espaldas, a contraluz de lo que parece un día de otoño. Si ella lograra leer el pensamiento de quien la mira diría que no, que más bien es el atardecer de un día de verano. Luego explicaría a ese interlocutor imaginario que se nota en los troncos que son verdes todavía, y agregaría que el color de las cosas devela su edad. En seguida levantaría el dedo señalando en dirección al sol y diría que esa luz decadente pero serena es propia de las cosas que van a morir.
Japón se rasca detrás de la oreja izquierda. El sonido sordo de sus garras contra el pelaje la arrebata de sus pensamientos y la devuelve al parque, al filo de la luz que distorsiona el contorno de las hojas.
La niña observa a Japón, quien le regresa únicamente las líneas de sus ojos. Entonces tira de la correa con suavidad y lo acerca hacia sus piernas. El perro accede dócil. Después de recibir una caricia, Japón es liberado pero no se aleja. La falta del lazo no significa la libertad del animal, pues este está ligado a ella más allá de las hojas, del parque, del sol, del universo y del tiempo. Sobre todo del atardecer, que en ese momento retira su luz para dar paso a la noche.