Sería la última vez que la tendría entre sus manos. Pensaba regalarle aquella imagen en la que quedarían retratadas tantas tardes de ternura a su lado y tantas noches que él pasó sumergido en pensamientos que lo llevaban a ella, sólo a ella. Ella, la que sonríe y parece atrapada tras una vitrina, no sabe que era la causante de tales desvelos. Ella, la que ves y a la vez no. Los trazos de esa sonrisa indican que la dibujó cuando el amor los rondaba. Porque ahora ya no hay nada, ni ellos, ni un nosotros. Incluso es de esperarse que nunca lo hubo, al menos no con la misma intensidad que él le procuraba.
A ella le daba lo mismo. Le molestaba de alguna forma verlo tan expuesto, por eso tanta mueca, tanto desdén. Pretendía ser escurridiza y no dejarse llevar por la profundidad de sus sentimientos. Y sin embargo sus ojos siempre estaban acuosos, como si escondiera en esa mirada la añoranza de pertenecer a algo o a alguien. Él no sabía que a ella le acompañaba la sal en días tornasol. Ella decía que los días nublados le recordaban su incapacidad en el amor. No, no lo quería, le daba náuseas tanto detalle, tanta realidad. Pero eso era ella: la que causaba todo el dolor en él, los trastornos de sueño, la química acelerada, la molesta sensación de tener adormilado el corazón.
Ese día los dos se perdieron. Él se dio cuenta de que el dibujo en el papel había desaparecido, la había perdido. Hoy, ella regresó a la inmensidad de sus propios pensamientos y él a la nada de sus recuerdos.