Por fin el papel arroz está tendido, abierto y listo para llenarse con unas hebras de tabaco. El papel se deja dar forma, se deja envolver y manosear. Los dedos se pasean por un exterior recién nacido, juguetean hasta hacer ese cilindro maltrecho lleno de final del día. El cigarro está forjado y es hora de dar paso al fuego.
Y es el olor del café lo que me despierta esta mañana. Me tengo que levantar. El café espera. Fluye de la cafetera a la taza esa catarata perfecta de empecemos de nuevo, de aquí voy como siempre. Pego los labios al borde de la taza y bebo. Me dejo llenar.
La lluvia cae todas las tardes en estos últimos días. El vidrio de las ventanas la atrae y se le ha hecho vicio. Se escurre, se pega al cristal, rueda atrapada en un orgasmo lluvioso y escurridizo. Goza bajándole el calor a las tardes.
El claxon de cien carros al unísono, la peor orquesta que jamás se ha formado. Nadie va ni viene, y la calle está perdida. Quizá si esperas unos minutos aguantando la respiración, un trocito de pavimento se asome. Pero los carros bufan y se precipitan sobre él. El pavimento se distiende bajo el calor de las llantas. Quisiera huir.