El mundo entró y salió cien veces, y sin nada que decir. Nada se acopla a esa diminuta galaxia. Nada es lo suficientemente enorme para llegar y permear ese vacío. Quizás en el ojo de una aguja, en un portón de azúcar y entre cada parpadeo tienen lugar las cosas banales. Pero en este vacío no. Aquí se construyen los deseos más infantiles y puros.
Es cosa de poner en marcha la destreza y pasar la brújula al lado izquierdo del pantalón, dentro de la bolsa donde habita aquel pez globo, ese que se alimenta de las noches desperdiciadas. Es posible que se obtenga la recompensa legítima si se intenta crear un sueño lo bastante enorme para llenar el templo ovoide, el palacio de las cien ventanas, el cubo que da vueltas y que con cada giro te roba la cordura y los años.
Se trata de un reto realmente complejo: si la mente no alcanza para parir una cadena de trotes o aleteos, es en vano pedir plasmarse en aquel espacio eterno. Así que lo importante es encontrar ese primer recuerdo, la fantasía de crear y construir una historia a partir de juegos, de viajes sin retorno. La única esperanza de entrar en este nuevo mundo la tienen aquellos que trascienden mediante la gracia de la infancia.
De esa manera el mundo ha entrado y salido, ha visto cómo los hombres se esfuerzan por mantener un solo recuerdo de aquella época estéril. Es como el mundo se ha renovado y no muere de una vez por todas. Gracias a este terreno mágico el hombre continúa creyendo en sí mismo.