Después de dar tanto, de dar hasta que duele, generalmente sólo queda un corazón cansado de dar y ofrendar; un corazón seco, una vasija vacía que en cualquier momento puede resquebrajarse si no recibe un poco de calor que disipe el frío que lo marchita, una esperanza de que alguien lo acoja y lo cuide, lo proteja, lo cure y lo renueve.
Tomé su corazón la noche que las estrellas cayeron, esa noche en la que parecía que todo acabaría y los que habitábamos las aguas de la tristeza tratábamos de asirnos a alguna nueva ilusión para no quedar sepultados en el olvido. Ella lo arrojó casi sin pensarlo, movida por el deseo de volver a sentir, de volver a creer, de poder tener algún nuevo sueño que pudiera dilatar sus pupilas con nuevas y enriquecedoras sensaciones.
No fue fácil quedarme con él. Por un momento, el dragón que devora sueños estuvo a punto de arrebatármelo. Él no sabía que sólo era una vasija vacía, sólo obedecía al hambre de ilusiones que trataba de saciar con cualquier objeto que tuviera enfrente. Aun así trató con todas sus fuerzas de quitármelo con sus garras que brillan y cortan con cada destello de luna que se cuela al fondo del estanque, pero mis ansias por salir del letargo fueron más fuertes que su determinación. Al tener el corazón entre mis manos entendí que yo era el único que podía llenarlo, aun a costa de vaciar mi propia vasija.