Sus avenidas eran rectas y perfectamente paralelas, a vuelo de pájaro parecía un dibujo de maqueta perfecta y milimétricamente trazado. Al este y hacia las afueras aparecía una kilométrica vía férrea que se perdía hacía el norte por detrás de la arboleda esmeraldina. Sí, era una gran urbe acunada entre montañas y bosque. Por las noches se encendían sus luces de neón de tal forma que, como toda gran ciudad, impedía ver las estrellas cuando se miraba hacia el cielo.
Aún estaba oscuro cuando Mariana esperaba el autobús para transportarse al trabajo. La parada estaba solitaria y, en las viviendas cercanas, parecía que nadie había despertado. La mujer temblaba más de miedo que de frío. Sus manos sudaban copiosamente atormentada con su presentimiento. Apenas y sintió nada.
Cuando ya había salido la luz del sol, el camión encargado de recoger cadáveres recogió el cuerpo de la mujer y con su gigantesca pala lo tiró en el procesador que lo convirtió en picadillo, enseguida limpió a chorro de manguera el charco de sangre, luego siguió su recorrido. Según le habían reportado al conductor, aquél sería un día de mucho trabajo.