Susana a veces pernoctaba en un cuartito del apartamento de José, un cuartito que le había agregado un viejo inquilino, más para guardar desorden que para ser habitable pero no importaba pues después de follar quedaba tan cansada que agarraba una silla, trepaba y se introducía con dificultad en el agujero y se dormía inmediatamente sin sentir ni la mas mínima claustrofobia ni el mas mínimo pavor de estar en un espacio cómodo como una morgue y oscuro como el odio.
Se sentía tan sola y humana como un moco pegado debajo de una mesa. Era perfecto, la paradoja de la libertad siempre ha servido para la felicidad, para la tranquilidad del espíritu y el fortalecimiento de la autoestima.
José empezó a preocuparse cuando llegaba a casa y se daba cuenta de que ella seguía ahí, en el agujero diminuto y no había salido en todo el día, no había estado verticalmente en este mundo en 14 o quizás 16 horas, sin luz, ni aire puro, ni baño.
Pero al ver su felicidad, su placidez, su conexión con el universo, hizo lo más humano que le vino a su cabeza: empezó a cobrarle el alquiler.
