Desde que cambié, mi esposa me mira de lejos, con suspicacia. Mis hijos ya no se me acercan mucho aunque la más pequeña se pone a charlar conmigo mientras juega, pero a mí me duele tanto todo esto que tiendo a no escucharla, a responder con monosílabos. A veces me cuenta que no le va muy bien, que no tiene amigos, que las maestras no la comprenden. Ella suele caminar y hablar sola en el patio de la escuela.
Vivir con una condena es terrible, no quisiera que nadie la compartiera conmigo. Este camino es solitario: el Sueño se ha llevado mi cabeza lejos. Todos miran mi rostro líquido y lo saben. Mis facciones siguen ahí, pues he replicado poro a poro mi rostro, lo proyecto en la superficie brillosa, sólo debo concentrarme a cada momento para hacerlo. Practico mucho frente al espejo. Uso guantes y sombrero cuando salgo a la calle, sí, como el Hombre Invisible. Ya no salgo mucho, me la paso en la casa, hago algunas reparaciones y finjo trabajar en el jardín, toco la guitarra con notas que nunca terminé de aprender y de repente saludo a los vecinos que pasan y me miran con sospecha.
Es de noche, me levanto, voy a la habitación de los niños y veo que el Sueño invade la realidad y se lleva uno de sus cabellos, de ella, de la más pequeña. Supongo que comienza poco a poco. Ella comparte mi condena, la hereda. Todo mi rostro llora, mi rostro líquido.