Comenzó con una madeja verde, de acrílico y poliéster. Primero terminó una cadena de un metro y prosiguió con la segunda y la tercera y la cuarta hasta perder el total.
Una cesta llena de existencia física y ella con el cuero cabelludo desnudo.
Insertó las cadenas en su cabeza, una a una, hasta que la energía vibró en cada una de sus células.
Pero cuál era la gracia de tener funciones vitales, si la madeja verde sólo le ordenaba al cerebro que debía respirar y comer y dormir.
Algo faltaba.
Construyó un molde igual a ella y tejió un grupo incontable de cadenas con otra madeja rojo carmín. Las insertó con cuidado en la cabeza de la figura inerte y a cada una le puso el nombre de una emoción y de un sentimiento y de una capacidad lógica-operativa.
Biología miró a los ojos a la Complejidad humana cuando terminó.
Ambas sonrieron, se abrazaron y entrelazaron sus cadenas verdes y rojas.