Acerqué mi oído al vaso lleno de cerveza helada que espumeaba como un perro con rabia y empecé a escuchar el burbujeante mar de su interior.
Un eco lleno de calma satisfizo el vacío de mi ansiedad. Al primer sorbo todo empezó a tener sentido: la vida, el amor, el mundo mismo.
Pude sentir la efervescencia dorada que hacía las veces de estrellas y las veces de globos llenos de color bailando alrededor de mi cuerpo, que ya era otro.
Una inmensidad llena de venas se levantaba con una radiante transparencia y dejaba a la vista todo el misterio de mi inmóvil estructura. Ese gigantesco ser en el que me había convertido producía en mí la inigualable sensación de poderío. Era el Rey del Universo, capaz de tocar el sol y la tierra al mismo tiempo.
Mis venas, torrentes de energía, extraían su fuerza desde el epicentro de la gran isla donde se anclaban con firmeza los dedos de mis pies y podía sentir y reconocer la superficie húmeda del mar salado que hospedaba mis sueños y que acogía la llegada taciturna de mis miedos, dándoles la bienvenida en vez de ahogarlos.
Entonces yo mostré una sonrisa que pudo confundirse con la luna y no hizo falta ni tu amor, ni la música, ni el tiempo.