El instinto gregario, el afán por estar juntos. Coordenadas paralelas, eso que llaman «la época».
Hacer historia, pasar desapercibido. Ignorar al pasado, hacer como que construyes un futuro sin estar viviendo el presente. Descartar lo inmediato, sobrevivir entre fiestas, gritos, excesos… Soportar el bullicio.
Comer… Masticar con ansias aquello que cruje, llenarlo de miles de salsas, atiborrarse la boca, sentir una bola de comida pasando por tu garganta mientras piensas que, de no ser por estos instantes de calma total, tu vida sería un constante chirrido de notificaciones absurdas.
Aceptar las circunstancias del momento, pensar que se es eso. Aferrarse al síndrome de víctima cuando también se infringe daño.
Llevar los pantalones de moda, colgarse la bolsa de mamá y escuchar la música con la que los hermanos crecieron 10 años antes de que tú nacieras.
Renegar de las «viejas» festividades mientras cargas con los recuerdos vacíos de un beso, ese que te dio aquel güey que en este momento ya ha iniciado su propia descendencia.
Autoproclamarse críticos de las redes de poder externas mientras que tú mismo sigues sin ayudar a tu equipo de trabajo sólo porque entre tus obligaciones no está esa responsabilidad.
Volver a casa y platicar con mamá. Sentir de nuevo un hilito de unión.