Quiso matarla y le consiguió trabajo. Quiso entibiar su alma y le dio un televisor.
Cuando alcanzó su mano, pintó con los dientes un zapato de dos metros en un viejo edificio. Todas las flores del mundo se marchitaron al unísono.
Si ella le sonreía, él adquiría el poder de generarle digestiones extrañas a la gente. La vieja y olvidada gastromancia. Cuando anochecía y el cielo estaba rojo, le hacía biopsias con la mirada en la cúpula de su inocente matriz, delineando cada constelación de la melena celeste en una danza de áridos cordones umbilicales.
Era diestro en el arte de oler las basuras, de escuchar los aullidos porosos de las viejas maestras, de sentir la fatiga en las tetitas de las lactantes pero su lengua sangraba cada vez que le lamía su tierna vagina. El pelo le manaba por los ojos cuando pronunciaba su nombre y orinaba pollitos tibios mientras dormía.
Pronto las horas fotocopiaron la arena de sus cansadas pupilas y el aliento comenzó a olerle a arquitecturas cetáceas y, cada hora, después de rozar sus labios con cansadas cebras oleosas, terminaba sentado en un sol oscuro masticando al revés el sinsabor de su propio perineo.
Hasta que ella dijo la primera palabra.