Después de haberla aceitado, carburado y desalinizado, Oliver extendió un viejo trapo sobre la mesa de trabajo y con sumo cuidado la depositó ahí, bajo la luz cercana de la lámpara y quedó iluminada, hierática, glorificada y desnuda, como una pieza única del universo, ahí, en su humilde garaje.
Oliver rodeó la mesa con lentitud de cirujano sintiendo en sus sienes, en su pecho peludo, mientras el ritmo cardiaco se incrementaba, que los goznes y los soportes habían adquirido una simetría surreal que le provocaban un placercito culposo, y que iba a ser necesario pulir los sumideros y soldar las extrapolaciones con esa lenta y contenida obsesión aberrante de los talladores de miniaturas y los cirujanos cerebrales.
Acarició el lomo, deslizó la yema de su dedo maculado por el dorso brillante y sintió las pequeñas ranuras de los tornillos en cada dedo, como besitos de metal y el inicio de otra erección en sus pantalones desgastados por tantas semanas de trabajo. Decidió entonces darle vida al mecanismo y, sabiéndola engrasada, la encendió.
Tras sentir ese primer suspiro plácido en su cuello solo necesitó 2.3 segundos para darse cuenta de que moriría encima de ella.