Escogió el mar, ahí donde lo condenable carecía de adjetivos. Le bastó soñar con una lancha, arrancar el motor y andar hasta perder de vista la costa.
El oleaje lo golpeó, pero así lo hicieron también los años.
La sal en la boca no importó.
Tampoco el atardecer con la guadaña ultravioleta que caía en el horizonte.
Imaginó que el sol sería su ejecutor hasta que los tentáculos del kraken lo arrastraron al fondo de la cama.
El último respiro.