«Se renta». Detuve mis pasos frente aquel edificio sobre Reforma. Ventanas amplias y, sobre todo, elevador. Luego de saber el bajo costo de la mensualidad, no podía creer que estuviera disponible.
Cubrí los requisitos según la casera. Más que acerca del presupuesto, ella me cuestionó sobre mi edad y mi estado civil.
Nueva en el edificio y ¡por fin! independiente, decidí conocer a mi vecino contiguo. Toqué su puerta un, dos, tres veces hasta que por fin abrió. Yo vestía un pants deslavado, mi cabello lucía desaliñado y apenas tenía un poco de brillo en los labios. Él salió con sus amplios hombros, ojos negros pequeños y esa sonrisa automática, igual a cuando lo conocí de niño.
Mientras se postraba frente a mi desconociéndome, mi mente voló al pasado a aquella escena poco clara en la que lo vi por primera vez.
Debí tener 10 años cuando lo observé en un campo de béisbol. Tímidamente regresaba todos los días. Miraba su sonrisa, sus triunfos y derrotas, así hasta que terminó el verano. Mis emociones revolucionaron y definitivamente fue esa la primera vez que me enamoré.
Su voz retumbó en mis oídos. Volví en mi y, como cuando era niña, opté por no hablar. Me sentí enamorada nuevamente pero mi temor de confesarlo fue más fuerte.
—Me confundí de departamento. Perdón. Adiós.