He decidido matarme. Ha llegado el momento de planear, con espíritu de lo posible, este asunto de darme muerte.
La profunda admiración por los suicidas me acompaña desde siempre y el convertirme en uno, paradójicamente, fue el motivo de tanto vivir. En realidad no tengo ninguna razón para hacerlo, bien podría estar loco o muy vacío pero no.
Todo se ha ido, aunque en realidad nunca nada se va del todo, algo deja siempre lo que se va: yo estoy lleno de lo abandonado, yo mismo soy un algo olvidado.
Es curioso, pero nadie intuye que soy un suicida en potencia resolutiva. Es una lástima no poder hablar con los expertos, pero la experiencia es muda, sorda, incolora, insabora: sin tacto y sin aroma.
Esta forma mía de no moverme me mantiene a salvo del sufrir absurdo de los hombres, de sus fantásticas perturbaciones, pero no sería honesto negar que hubo momentos de profundo dolor, desgarraduras que surcí más allá de la propia piel; sin embargo no es momento de recordar, nunca vale la pena hacerlo. El pasado está muerto, así nace: muerto.
Esto de morir es simple, sólo necesito de una predisposición concienzuda producto de la correcta manipulación de las leyes de mi cabeza. ¿La verdad? Me encuentro cansado, tan exhausto que comienzo a sentir que me transparento, como si una cáscara de sal se desprendiera constantemente de mi cuerpo.
La noche comienza a derrotarme, más bien el tiempo. Sí, me caí del tiempo y es desde entonces que de un hilo de partículas pendo, un hilo que por fin se ha roto.