Intentó el honesto amor de Octavio, sus zalamerías, sus guiños, sus flores siempre luminosas, hasta sus promesas de rizos ensortijados y manos perpetuamente engranadas.
Intentó el rabioso amor de Esteban, que la asaltaba en los remansos de su propia habitación y le desprendía vestido y botas y el pesado saco de ante y el tocado de flores, y la engullía en una caricia tensa que desconocía cumbres prohibidas, y la prendaba de él como él se prendaba de ella.
Intentó el lánguido amor de Elías. Por siempre ensombrecido. Por siempre de atardecer. Por siempre y para siempre untado con la pez negra de la tristeza, siempre zaherido. Siempre ahí, cercano apenas al roce de los dedos.
Intentó el impetuoso amor de Marina, con el vuelo de sus labios y sus insinuaciones cabalgando el sol de su mirada, oleadas de sensualidad que la tomaban por asalto y borraban cada fotografía de Marina que imprimía en su recuerdo, porque cada vez era más vasta y luciente, y la imagen se volvía insuficiencia.
Pero sus intentos se negaban a reconocer el divorcio entre vientre y corazón. Si al menos se arrebujaran uno sobre el otro. Si al menos la arroparan. Si al menos todos…
—Una no conoce el amor hasta que tiene un gato echado en el regazo, ronroneando.