No entiendo por qué te alteraste tanto. Ya sé que no era la primera vez que me advertías pero ¿qué querías que hiciera? ¿Que te dejara así nada más? No, no soy de esos, supongo que te has encontrado con más de un idiota que a la primera mala cara te dejaba con la palabra en la boca.
Con tu cabello rizado al aire, así te recuerdo, como cuando allá afuera hacía frío. ¿Te acuerdas? Te pedía que mejor te quedaras aquí a mi lado para abrazarte hasta que tu cuerpo recuperara su calidez; no me gustaba cuando tu piel se ponía chinita y aquí se siente más la corriente del amanecer. Lo sé, debí escoger una casa menos amplia, así no tendría que llenarme de tantas almohadas y cobijas, de tantos suspiros y sombras alargadas en esas paredes que miles de veces te vieron llegar.
Tal vez sólo sea el vaho quien recuerde esa ‘t’ y la ‘o’ del final. Yo no sabía que esas dos palabras te llevarían a ese otro lado de la cama, ese en el que no me atrevo a rodar aunque me caiga de sueño. No te cansabas de repetir «estoy de paso»; aún lo escucho en mis oídos, sí, así con esa voz de gente seria que sólo utilizabas cuando ya te había hartado.
Te veías aturdida y yo quería decirte tantas cosas al oído, no tenías porque ser así.
Y con un continente de distancia te diré que no te confundas, no es el oleaje del mar incrustado en ese caracol lo que escuchas, es sólo el eco de la sangre al correr por tu oreja. Siempre y sólo tú repetida hasta el infinito.