Un destello de luz rebota en la superficie de la mesa y luego va a estrellarse contra el ventanal de la cafetería, produciendo un sonido cristalino, como el de cientos de astillas perforando el verano. La mujer busca el origen del resplandor y lo encuentra en los rayos de sol que salpican el toldo de un auto mientras este atraviesa un punto específico de la calle, uno que está sobre el paso cebra, un poco más pegado a la acera, abarcando un tanto el carril de bicicletas y obligando a los transeúntes a hacerse hacia atrás como diciendo «hazte pa’ allá» de manera más atinada que un hombre.
Durante segundos observa el ir y venir de los autos hasta que la dirección de sus pensamientos se desvía, llevándola a la mañana en la que despertó junto a un hombre cuyo rostro parece ahora más nítido y claro que en aquel momento, pero que no podrá volver a ver a menos de que los muertos, en efecto, se levanten de la tumba.
De pronto suena el teléfono y la mujer se altera. La sensación no se prolonga demasiado pues si en algo se distingue la sorpresa es en su naturaleza enana, corta e inoportuna como la imagen del hombre junto al que amaneció, pero sobre todo, como el momento en que sintió, tan fugaz como el fulgor del sol sobre el toldo de un auto, que era feliz.