La primera vez que vi la sala de mi casa cubierta de tortugas de plástico y pistolas de agua sentí un asombro inexplicable: un sentimiento de ansiedad, de alegría y tranquilidad. Fue maravilloso saber que era digno de todos mis deseos, de merecer la felicidad. Fue ese día cuando supe lo que era una sorpresa.
Años más tarde –no recuerdo cuántos– dejé de esperar los regalos y me importaban otras cosas. Cosas distintas, seguramente, pero que me causaban un tremendo asombro. Quizás era el abrir una caja de zapatos, una lapicera, un sobre con estampas que –decían– lo dejaban a uno loco o chueco y tirado en el piso (presa fácil para un robachicos) o algo similar. En fin, me sorprendían trucos inexplicables que suceden de repente, un día y a una hora cualquiera.
Después, la sorpresa estuvo cuando conocí a mis actuales amigos y, con esto, la alegría de conocer poco a poco placeres tan efímeros y perdurables como una canción, un verso, un trago devastador, una droga. Lo mismo con el sexo, la vocación y los pequeños días que sorprenden por ser cada vez más fugaces.
Sin embargo, aunque podría hacerte una lista detallada de las mayores sorpresas que me he llevado durante mi vida, no existe una sola que alcance el nivel de emoción, miedo, ansiedad y asombro de la que sentí hace ocho semanas, cuando supe que estabas entre un ombligo y la galaxia. Que ya eras ese obsequio, esa estampa, ese verso y esa próxima y eterna amistad.