Parado en un mar de césped todo cobra vida, todo cobra muerte. Cada hoja, cada pétalo, cada piedra crece, madura, decae y expira en menos de un segundo. La vista es un cuadro de Van Gogh en continua agitación: perpetuo y sin tiempo. Hilos de color intenso van de cada lado a todos lados; todo respira, todo vibra, todo late.
Cada uno de sus amigos son una docena de capas superpuestas que se intercambian incesantes: juventud, frescura, canas, calaveras, vacío, decadencia, sabiduría, estupidez…
Ve a su mujer, ve todos sus defectos, todas sus bellezas. La ve lozana y decadente, la ve plena y destrozada. Llora por su total hermosura, llora porque la pierde, llora porque la recupera.
Hace a un lado todas las convenciones y sin métrica, relojes ni direcciones se siente por primera vez en la mitad de todo. En la mitad de nada. Asimila la razón humana, la inevitable búsqueda para explicar lo que siente. Viaja por la curiosidad del científico, del ingeniero, del músico y el artista por explicar lo que ve. Intuye la extensión del universo: un punto sin horas ni dimensiones que se regenera constantemente. Adopta el destino y abraza la percepción del instante. Vive mil existencias en mil mundos diferentes que son el mismo.
Comprende la lógica de su diatriba mental. Nada existe, es imposible que haya algo y, por eso, todo es posible.
Un millón de años después, con el cuello tenso y la cabeza humeante, cae fulminado en su cama. Mañana debe trabajar.