Justo a la mitad le corto un trozo, me gusta ver cómo se le escurre el jugo, ese líquido rojo que se vierte sobre el plato de madera. Y paso a una orilla para empezar a cortar un pedazo a la vez, cada uno llegará a su tiempo a mi boca. Junto tengo una copa de vino, como siempre; ahí hay más rojo, más cuerpo, más sabor y fuerza. El primer trozo es el mejor: suave, caliente, jugoso. Antes de morderlo lo aprieto con la lengua contra el paladar. Lo exprimo y bebo. Casi se deshace entre mis cachetes. Ese ligero sabor a sangre de la carne me llena. Paladeo, juego, saboreo, tiento. Mi lengua es feliz. Los dientes hacen lo suyo y despedazan, tienen una sabiduría natural para empezar a mascar. Las mordidas son suaves, precisas y preparan esa dulce presa para ser tragada. Repetir estos pasos una y otra vez hasta vaciar el plato es reproducir una técnica de hermosas pinceladas sobre un lienzo; esa magia que logra el pintor al interactuar con los colores sobre la tela y crear algo inigualable. Respiro hondo y todo el aire es carne, los pulmones de tan llenos hacen que suelte una exhalación fuerte y profunda. Casi bufo. El vino viene a la garganta a sellar el sabor de la carne. Sigo llevando cada parte, cada pequeño y delicioso trozo hacia a mí, hacia adentro. Y en cada uno se da una química perfecta, anhelada, viva. Se da esa coincidencia maravillosa entre ritmo, languidez y voluntad, me reafirmo a cada bocado. Todo mi ser se vierte en mi boca y como.