Nadie supo de él. Un día, sólo desapareció.
Había encontrado un pasaje secreto en su habitación que lo llevó a una caverna lúgubre, húmeda y llena de silencio: un lugar distanciado del mundo.
Eran él y la oscuridad; él y las turbulencias, los recuerdos dolorosos y la culpa que rebobinaba una y otra vez para regodearse en la melancolía de las imposibilidades. Alguna vez conoció la felicidad pero la convirtió en un estado inaccesible. Creyó entonces en la tristeza como una forma de complacencia.
En la oscuridad encontró una caja llena con variedad de sustancias químicas. ¿Por qué iría a salir si había inyecciones de color ámbar, bolsas de polvo blanco, cucharas para quemar y aspirar, pastillas que lo transportarían a territorios inexistentes? Alquimia para su alma rota cuando se recostaba en el suelo frío de la caverna y se hundía hasta llegar a los profundos niveles de la litósfera.
Y la alquimia de nuevo cuando alcanzaba cada día los niveles más herméticos de la inmersión.
Un día casi se fundió en el núcleo de la Tierra.
Las sustancias se agotaron con el uso. En la lucidez, descubrió unas raíces que colgaban sobre su cabeza y, frente a él, un espejo: no encontró más que una sombra a la que asumió como el hombre que alguna vez fue.
Miró las raíces y dudó, pero al escalarlas llegó de nuevo a su cuarto.
Encontró un gran árbol amarillo de hojas iridiscentes y sonrió por primera vez desde que se ocultó en la caverna.
Tomó una de las hojas encendidas.
El calor del sol recorrió sus venas.