Para Andrea Peralta
Cuando abrí los ojos me encontraba flotando a la deriva en una balsa de troncos sobre las aguas del Támesis londinense, un río al que conozco sólo de pinturas y fotografías. No había sino unas cuantas luces en aquel lugar y su brillo tenue apenas dejaba ver los límites del cauce, los bordes del gran reloj británico, como sugiriendo un paisaje luctuoso. A bordo me acompañaba un amigo al que había dejado de ver muchos años atrás. Yo, desangrándome por múltiples heridas en el cuerpo, estaba recostado sobre algunos trapos; él, sentado a un lado de mí, me miraba morir silenciosamente.
Podía escuchar claramente el latido de mi corazón retumbando sólido en el interior de mi pecho p-pm, p-pm, empujando la sangre hacia mis extremidades, p-pm, p-pm, a cada latido más lenta y fría, a cada latido más necia, p-pm, p-pm. Podía sentir cómo el calor abandonaba mi cuerpo, filtrándose entre los troncos amarrados de la balsa para entibiar el río. Cada nuevo parpadeo me exigía más tiempo y me parecía más inútil que el anterior.
Me mantuve lo más calmado posible, pensando en que por fin podría conocer lo que hay después de la muerte, mientras daba mis últimos respiros y relajaba el cuerpo hasta dejarlo reducido a un montón de carne deshabitada.
De pronto sentí que todo regresaba a mí en un respiro profundo y prolongado: el calor, la sangre, la vida; todo en un respiro que me obligó a abrir los ojos y tomar consciencia del mundo. Estaba acostado sobre mi cama.