Siempre lucía orgullosa con su corona de nieve, oteando el horizonte, vigilante y maternal. Dejé en sus faldas aromadas de tierra y lluvia mi niñez y, entre sus árboles, los besos robados a las novias de mi adolescencia. Cuando el amor llegó en brazos de Alicia, la tarde caía sobre las anchas franjas de la playa y, ahí, arrullados por el murmullo de las olas, nuestros cuerpos se entregaron el uno al otro.
No sé cuántos años han pasado desde entonces, pero la montaña ha cambiado. Las vastas playas de doradas arenas han sido devoradas por el mar. De aquella espesura verde que bordaba sus laderas, apenas se notan algunos árboles salpicados.
Tal vez ha sido el viento el que ha horadado dos agujeros en uno de sus lados o tal vez ha sido la mano del hombre que todo lo destruye. Lo cierto es que la montaña llora mientras el mar crece y crece como queriendo ahogarla y cuando muera, una parte de mí también morirá.